domingo, 14 de diciembre de 2025

Fotografía del mes (II). Los Reyes Magos han venido. Enero, 1970.

 

Seleccionamos esta segunda fotografía del mes de diciembre, tomada por el fotógrafo aficionado el 6 de enero, día de los Reyes Magos, del año 1970, en el comedor de su casa del barrio de San Marcos, y en la que, a modo de bodegón, vemos uno de los juegos de construcción que hacían furor por aquellos años -el Meccano- junto a un Madelman, pequeño muñeco articulado que lo mismo servía para librar una batalla, cazar en un safari o crucificarlo cuando llegaba la Semana Santa encima de una caja de zapatos a modo de pequeño paso procesional. La única pantalla que existía entonces la vemos al fondo a la derecha, la del televisor, siempre encendido a modo de luminaria perpetua en el pequeño salón de la casa.

Es difícil explicar con palabras todos los sentimientos que nos evoca esta imagen, pero lo vamos a intentar aprovechando que se acerca la Navidad de 2025.

 


 

El niño ya ha empezado a jugar con lo que le han traído los Reyes Magos por la mañana de este 6 de enero de 1970. Ayer se acostó temprano y nervioso, después de que sus padres lo llevaran a ver la Cabalgata por el centro de la ciudad, esperando que le trajeran algunos de los regalos que pidió en su carta dirigida al Rey Baltasar y que echó en el buzón del Cartero Real, sentado junto a varios pajes en la puerta del Corte Inglés de la Plaza del Duque. El niño nunca los oye llegar de madrugada pero confía ilusionado que llegue pronto la mañana del día más luminoso del año. Lleva todas las vacaciones de Navidad esperándolo -por aquellos tiempos Papá Noel no acudía a las casas sevillanas- y sabe que mañana tendrá que volver al colegio, así que tiene que aprovechar el último día de fiesta para jugar. Ya sabe que los Reyes vendrán a casa por la noche y que por la mañana encontrará los regalos bajo el Belén del aparador o encima de las zapatillas que ha dejado debajo de su cama. Siempre ha ocurrido así desde que era chico. Un misterio maravilloso que no quiere desvelar.

El niño duerme en una cama-mueble que se abría cada noche en el pequeño salón de la casa cuando salía la "carta de ajuste" que ponía fin a la programación diaria de la televisión. Pero la noche de Reyes la tele se apagaba pronto para ir a dormir cuanto antes. Se despertó con la primera claridad de la mañana. Fue corriendo a la cama de su hermana pequeña para ver si estaba ya despierta y, con el corazón latiendo con fuerza, viendo los paquetes de colores que había en el salón, fueron a despertar a sus padres. ¡Mamá, papá, que han venido los Reyes! Entonces cogió la mano de su madre y la llevó a ver los regalos. La madre no se lo podía creer. ¡Cómo era posible! Si nadie había escuchado nada por la noche. No le trajeron todo lo que pidió pero daba igual porque sí vio la caja del Meccano, el Madelman Safari con todos sus complementos, un estuche de lápices Alpino y rotuladores de colores, un pijama calentito, unos calcetines y un álbum de animales salvajes. Bueno, realmente el pijama y los calcetines no los había pedido él a los Reyes, pero su madre lo hizo por él, según le explicó.

Mientras en la tele ponían la habitual programación navideña y desayunaba el ColaCao con picatostes que le había hecho su madre, el niño construye un jeep con el Meccano y sienta al "cazador africano" que se va de safari a capturar algunos de los animales que aparecían en el álbum, comenzando así una historia plagada de peligros que podía acabar con el cazador bien muerto, o atacado por una horda de indios de plástico -que le echaron en su cumpleaños- y que hoy se convertirán en una tribu caníbal, quién sabe. Tiene todo el día para hilar historias y aventuras encima de la mesa camilla al calorcito de la copa de cisco.

Estos días de Reyes el niño no los olvidará nunca. Y eso que aún no sabe que no volverá a tener un ilusión tan intensa, una emoción más nítida y un sentimiento de unión más fuerte con su familia que los que experimentará en estos días de Reyes de su infancia.

Y sí, sí que son odiosas algunas de las comparaciones que podemos hacer con la realidad actual.


lunes, 1 de diciembre de 2025

Fotografía del mes (I). La joven vendedora, 1974.

 

Para este mes de diciembre vamos a elegir dos fotos, una por quincena. Esta primera, tomada por el fotógrafo aficionado en el verano del año 1974, está dedicada a una adolescente que vendía frutos secos y otras "chucherías" en la puerta de la taberna Casa Tomás que glosamos en la entrada del mes pasado. La melancolía y la ternura que desprende su mirada no puede hacernos olvidar lo dura que fue la vida para muchos niños y niñas en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado -sobre todo de los barrios populares del centro de Sevilla- que no tuvieron más remedio que dedicarse a realizar oficios tempranos y mal pagados que truncaban su formación y mermaban sus posibilidades vitales futuras porque había que llevar algo de dinero a sus familias necesitadas.


 


 

¡Qué lejos esta infancia de la actual! Afortunadamente hemos avanzado con respecto a la realidad que nos muestra la foto. Pero, quizás no lo sea tanto si ampliamos el foco y miramos con más detenimiento la realidad de los barrios periféricos de una Sevilla que tiene el dudoso honor de tener los más pobres y marginales de toda Andalucía y de España. 

Porque desde los años sesenta del siglo pasado se ha forzado en Sevilla una "migración" de ciudadanos desde los barrios más pobres del centro histórico hacia los más alejados, a la búsqueda de mejores condiciones de vida. Así, muchas familias pasaron de vivir en corrales, refugios o infraviviendas a vivir en colmenas de pisos construidas en la afueras. Y la guinda a este fenómeno poligonero y centrífugo la está poniendo hoy la turistificación y gentrificación que sufrimos de manera acelerada. Unos pocos hacen el negocio y otros muchos pagan el pato de ser expulsados de su propia ciudad.

Digamos, pues, que el problema social no se ha resuelto sino que se ha desplazado; pero esa mirada de la joven vendedora -y las vidas truncadas de tantos jóvenes como ella- siguen persiguiéndonos hoy si paseamos por barrios como los Pajaritos, la Candelaria, el Polígono Sur, el Polígono Norte o el Polígono de San Pablo, entre otros. Algunos de ellos, por cierto, convertidos en inaceptables guetos gracias a la dejación de responsabilidad de todas las administraciones públicas desde hace más de cincuenta años. Lo que ocurre es que ya no lo vemos de tan cerca como lo tenemos. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Ahora bien, si tuviéramos que elegir entre una situación vital u otra, ambas muy malas, sin duda nos quedaríamos con aquella de la chica vendedora del barrio de San Marcos: al menos, ella vivía en la casa del centro histórico donde nació, no había sido aún desplazada hacia una barriada lejana y desintegrada de la ciudad y aún mantenía vivos los vínculos que la unían a su barrio, a sus calles, a su historia y a su grupo familiar de pertenencia. Lo que ocurre ahora en pleno siglo XXI no tiene un pase se mire por donde se mire.

Quizás, si nadie lo remedia, pronto le demos un nuevo sentido al verso de Antonio Machado cuando en boca del apócrifo poeta Abel Infanzón decía: ¡Oh, maravilla, /Sevilla sin sevillanos, /la gran Sevilla! /Dadme una Sevilla vieja /donde se dormía el tiempo /en palacios con jardines /bajo un azul de convento... 

Pues lo estamos consiguiendo, y no desde un punto de vista soñado o nostálgico sino de manera literal: una Sevilla sin sevillanos -como ya existe una Venecia sin venecianos- pero, eso sí, okupada por una masa cretinizada de turistas errabundos cuyo único fin es el de llenar los bolsillos de unos pocos a costa de vaciar, envilecer y desnaturalizar el centro de la ciudad convertido en falso parque temático. Y, mientras, los sevillanos viviendo en las periferias. Su ciudad se les está robando desde hace décadas. Y su pasado y su futuro. Una versión opuesta, zafia y rastrera del sentido profundo que nos legó el insigne poeta sevillano. Eso sí que es una pena.


sábado, 1 de noviembre de 2025

Fotografìa del mes. La taberna, 1972.

 

Seleccionamos para este mes de noviembre una foto a la que le tenemos mucho cariño. A principios del año 1972, Tomás Álamo regentaba una taberna popular -Casa Tomás- que se encontraba en la calle Vergara, justo detrás de la magnífica torre de la iglesia de San Marcos. Resulta llamativo que, alrededor de la plaza del mismo nombre, se ubicaran, por entonces, tres tabernas y dos bares, en una época y un barrio con tantas carencias: el bar La Alegría de San Marcos que hacía esquina con la calle Socorro, la taberna El Disloque en la esquina con Bustos Tavera, el bar Baldogar haciendo esquina con la calle Castellar, y las tabernas de Casa Tomás y Casa Luis en la calle Vergara. De este modo, la semicircunferencia que dibuja la plaza alrededor de la iglesia se encontraba pespunteada de bares y tabernas a modo de guardianas de los accesos a la misma.

 


La foto, a la que volveremos más tarde, nos va a servir de motivo para hacer una ligera disgresión respecto de los bares y tabernas de aquella Sevilla de hace cincuenta años. En las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, bares y tabernas se diferenciaban tanto en aspectos sociológicos como propiamente hosteleros. Las tabernas, por ejemplo, no servían tapas; como mucho ponían platitos de altramuces (chochitos en el argot popular) o de cacahuetes (jamón de mono para el idem); sólo en ocasiones contaban con algo de chacina o queso y poco más. En las tabernas sevillanas no se comía, se bebía: vino del Aljarafe, tinto de Valdepeñas, cerveza Cruzcampo y, cuando se terciaba, cuando hacía frío o venían torcidas, coñac, ginebra o anís a palo seco. Nada de cubatas ni combinados como los de hoy. La Fanta de naranja o la Mirinda de limón se reservaba para los niños que, a veces, entraban con sus papás, para que los dejaran tranquilos. 

En los bares, por el contrario, se apreciaba el listado de tapas que acompañaba, bajo pago de su importe, a la caña o al tanque de cerveza o al vaso de vino tinto -en Sevilla la tapa nunca se ha regalado con la consumición como en otras localidades andaluzas-: la ensaladilla, los pescaos fritos, la carne con tomate, el pavía de merluza o de bacalao, el menudo, las espinacas con garbanzos o los huevos con mayonesa hacían las delicias de los clientes. En los bares la bebida era un mero acompañante de las tapas y de la conversación.

Sociológicamente, por tanto, eran establecimientos bien diferentes. Las tabernas eran más baratas y, por tanto, más accesibles a estómagos y bolsillos escuálidos, lo que acercaba a pobladores menos aseados y menos virtuosos. De aquella estirpe de tabernas de barrio ya quedan pocas en Sevilla, por desgracia. El Tremendo de Santa Catalina, El Vizcaíno de la Plaza de los Carros o el Bar Jota de la Calzá son algunos ejemplos que, hasta hace poco años, hacían honor a su historia tirando cerveza y vino a espuertas sin más acompañamiento que chochitos o jamón de mono. Pero hoy se han desvirtuado en gran medida gracias al turismo y al cliente facilón.

La taberna era un establecimiento para bebedores con escasos medios. Es verdad que, en aquellos años, se veían más borrachos por la calle que ahora, -muchos ahora lo son en sus propias casas- y las tabernas, por lógica mercantil, concentraban al mayor número de ellos. Por eso tenían peor reputación en el barrio que los bares, y por eso las mujeres no solían frecuentarlas salvo en fiestas de guardar y acompañadas siempre del marido. Eran, de facto, territorio masculino. No obstante, la mayoría de sus parroquianos sabía beber y guardar las sevillanas maneras del decoro. Al menos, en aquellos tiempos de penurias, donde la lucidez no estaba bien vista, las tabernas ofrecían un refugio donde acogarse a sagrado y desahogarse por unas horas.

Volvamos a la foto. En la seleccionada de más arriba, vemos al dueño de Casa Tomás, Tomás Álamo, trasteando en la reliquia de la caja registradora del negocio. Como puede observarse, la decoración de la taberna era "minimalista", nada que ver con la de las falsas tabernas recreadas hoy para el turismo bobalicón y termita. Una barra, varias estanterías medio torcidas, una radio agonizante y el género a la vista bastaban para dar funcionalidad al establecimiento. Un popular azulejo solitario en la pared afirmaba, contra la doctrina de la Santa Madre Iglesia, que "los enemigos del hombre son tres: suegra, cuñada y mujer", en vez de "el mundo, el demonio y la carne" que, por supuesto, en estos lugares infames gozaban de fama y paso franco, territorio dionisíaco donde reinaba la marginalidad y el libre pensamiento. 

La limpieza, eso sí, era cortita con sifón, y más si se miraba a las paredes llenas de polvo o al suelo espolvoreado de serrín con el fin de barrer con facilidad las cáscaras, la cerveza derramada o la porquería que se acumulaba a los pies. Para los tiempos actuales, digamos que las tabernas eran políticamente incorrectas, territorio libre de servidumbres ideológicas o religiosas, bordeando siempre los límites del decoro, la salud y las zonas ambiguas de la sociedad. Pero la espiritualidad que ofrecían, las conversaciones que animaban y la bebida que servían a buen precio -vino, cerveza y licores-, bastaban para hacer de ellas -como diría hoy un pedante- un hermoso "espacio de encuentro y solaz" donde pasar un buen rato y, si era el caso, poder olvidar la mala vida, las frustraciones diarias, la miseria económica y las fatiguitas que se pasaban por entonces. ¡Qué más se podía pedir a cambio de tan poco! 

Quizás fuera este el milagro que las hizo mantenerse durante tanto tiempo. Ahora bien, lo único que estaba prohibido era el cante, (el cante flamenco, claro) como advertía un cartel en la mayoría de ellas, lo que a los niños de entonces nos parecía una prohibición desconcertante, entre tantas otras.

Sea como fuere, muchos añoramos aún aquellas tabernas sevillanas sin pretensiones que, sin embargo, resultaban tan acogedoras como la propia casa y donde todo el mundo se conocía.


miércoles, 1 de octubre de 2025

Fotografía del mes. La vajilla Duralex. 1969.

 

 

Hemos elegido para este mes otoñal de octubre una foto familiar del año 1969. Tomada en el mes de diciembre, queremos destacar de ella la vajilla de la marca Duralex que se extendió por la mayoría de los hogares sevillanos gracias a su cualidad de ser irrompible y su buen precio. Lo que acabaría paulatinamente con los platos y fuentes de cerámica que ya sólo se sacaban, si se tenían, cuando llegaban las visitas o en las fiestas de guardar.

 

 


 

En aquellas pequeñas salas de estar de los barrios populares se comía en la mesa de camilla, lugar central de la casa donde se desarrollaba la vida familiar. La razón principal era que bajo sus faldas se encontraba la "copa de cisco" que calentaba a sus habitantes, empezando por los pies, en aquellos fríos inviernos donde aún no se utilizaban los calentadores eléctricos o de gas butano que eran mucho más caros.

La vajilla Duralex se comercializó por aquellos años sesenta en España y se extendió rápidamente por los hogares sevillanos. Duralex, una marca francesa, convertida hoy en icono vintage, que se publicitó entonces como la vajilla irrompible que pasaba de generación en generación. Vasos, platos y fuentes de Duralex llenaron las vitrinas de los armarios y las mesas de comedor como la de la foto. 

Todavía hoy, los "coroneles" del bar El Rinconcillo de Sevilla se sirven en estos vasos.

Duralex se inspiraba en el dicho latino "Dura lex, Sed lex", porque, al igual que la Ley, la vajilla de Duralex no se rompía y, por tanto, era fácil de fregar y salía a cuenta. Qué más se podía pedir en aquellos tiempos de apreturas económicas. O en estos tiempos de obsolescencia programada. Pues eso.

En la foto que hemos seleccionado una familia, mi familia, está dando cuenta de la ensalada y el guiso diarios. En aquellos años se comía poco pescado y poca carne; como mucho, una vez a la semana algo de pollo o una fritura de pescada o boquerones. De ahí que a algunos nos quede todavía hoy el gusto por el cuchareo. En ocasiones, vecinillos eran invitados a comer con la irrompible vajilla de Duralex y, como podemos observar, ya se estaban realizando los preparativos para la Navidad cercana con el montaje del portal de Belén en el aparador. 

El aparador, todo un clásico del mobiliario sevillano de esos años que, gracias a su gran espejo, agrandaba visualmente los saloncitos de los pisos. Después vendría el mueble-bar, con su vitrina de espejos, cristalería y licores, y, claro está, los tomos de la obligada enciclopedia que se vendía por fascículos encuadernables; pero esa es otra historia.

 

lunes, 1 de septiembre de 2025

Fotografía del mes. Limpiabotas vs Kanfort. 1968.

 

Para este mes de septiembre, hemos elegido una foto que Pío R. Lledó tomó también un mes de septiembre pero del año 1968: un limpiabotas, algo adormilado, espera a los clientes en la Plaza de San Marcos, sentado entre el bar "La Alegría de San Marcos" -esquina con la calle Socorro- y una pequeña tienda que vendía prensa y chucherías -ambos ya desaparecidos- y cuyas revistas colgaba en la pared del caserón central de la plaza. Un buzón de correos parece servirle de último apoyo en caso de despiste. Y sorprende su atuendo, tan trajeado, para oficio tan humilde, aunque sin duda lo dignifica.

 

 


 

En la Sevilla de 1968 aún existía este noble oficio hoy ya desaparecido: el de limpiabotas. Hombres que se dedicaban a limpiar y dar brillo a los zapatos de los demás, ya que el uso del Kanfort aún no estaba muy extendido entre las clases populares. Y aquí hacemos un breve paréntesis de humor negro -con el debido respeto- para glosar la dramática justicia poética que se cobraron los limpiabotas, sin saberlo, frente al inventor del artilugio que, a la postre, acabaría con su oficio. Resulta que la famosa barra de crema limpiadora de zapatos -con esponjita incorporada en su extremo-, que empezó a comercializarse en España a mediados de los años 60, la inventó un andaluz, de Écija por más señas, Manuel González Scot-Glendowyn, a la sazón coronel de Estado Mayor retirado, mecenas y coleccionista de arte, sobre todo africano. Pues bien, Manuel González -que no quería que lo llamaran de don- y su esposa fueron violentamente asesinados en Jávea, donde veraneaban, a manos de su asistente nigeriano, en septiembre de 2002, parece que debido a un arrebato de locura. Una tragedia. Por cierto, resulta curioso saber que el matrimonio vivió varios años en San Roque (Cádiz) a cuyo museo donaron varias piezas del insigne imaginero D. Luis Ortega Bru. Cerramos paréntesis. 

El limpiabotas de nuestra foto sestea en la plaza de San Marcos sin saber que su oficio está condenado a desaparecer debido al invento de un compatriota. Por aquellos años, recuerdo que a los niños de la Sevilla popular nos hipnotizaban los limpia cuando ejercían su arte: su maestría en el uso de las cremas y el betún, el ágil movimiento de sus manos o el malabarista manejo de trapos y cepillos, a la vez que mantenían una animada conversación con el cliente. Unos virtuosos del brillo y de la información a pie de calle. Y, en domingos y fiestas de guardar, no escatimaban esfuerzos para dar lustre a zapatos de cualquier clase y condición a cambio de unas perrillas que llevar a la familia. Y por más humilde que fuera su trabajo este no estaba reñido con una apariencia digna y elegante.

En la actualidad, la plaza de San Marcos conserva las trazas de aquellos años 60, si bien, con notables diferencias. Más abajo reflejamos en fotos actuales, de 2025, el lugar exacto donde se sentaba nuestro limpiabotas.

 

 

En esta vemos cómo se conserva aún el buzón cilíndrico, si bien más separado de la pared y amarillo, donde se sentaba el limpia, acompañado de un nuevo hermano más oscuro. 

Al fondo a la derecha, haciendo esquina con la calle Socorro, se encontraba el bar de la Alegría de San Marcos. Por lo demás, el viejo caserón central ha sido remozado y el pavimento ha sido ampliado y dotado tímidamente de arbolado.

 



 
La instantánea del limpiabotas fue tomada por el fotógrafo aficionado desde el interior de la taberna El Disloque que se encontraba al comienzo de la calle Bustos Tavera. 
 
En la foto de la derecha podemos ver el negocio actual, una floristería, en el mismo lugar donde se ubicaba dicha taberna.


 

 

En fin, volviendo a nuestra foto del mes, ¿cómo podemos comparar el arte de un limpiabotas de entonces con la aplicación aburrida de la crema con esponjita de ahora? Por favor, es lo que tiene el progreso, que nunca avisa de lo que perdemos por el camino.

Y para los que crean que este oficio no era digno para los tiempos que corren, sólo basta recordar la dignidad con la que se ejercía entonces... y también ahora. Porque la elegancia y dignidad del limpiabotas no fue sólo un producto sevillano. Para demostrarlo les dejamos con un vídeo de otro elegante limpiabotas allende el océano. Curiosa coincidencia con nuestro trajeado limpia de San Marcos.

 





viernes, 8 de agosto de 2025

Fotografía del mes: Cruz de Guía. Noviembre de 1967.

 

Empezamos una nueva sección mensual dedicada a realizar comentarios de algunas fotos del fotógrafo aficionado con el fin de facilitar una mirada más reposada del pasado. Una mirada hacia atrás, sí, pero no con la intención de evocar nostalgia sino, justo al contrario, para hilar reflexiones sobre el presente y el futuro. Para mirar hacia delante.

Comenzamos con una foto correspondiente al año 1967.

 

 

Sevilla. Noviembre de 1967. Cruz de Guía de la procesión de gloria de la Virgen de la Soledad de la Hermandad de los Servitas adentrándose por la calle Enladrillada del barrio de San Román.

 

En aquel invierno de 1967 aún gobernaba Franco en España. Era oscuro invierno en todo el país. Por entonces, las calles del centro histórico de Sevilla aún no gozaban de buena iluminación. Quizás, por eso, mis recuerdos infantiles de aquellos inviernos suelen estar teñidos de oscuridad, humedad y frio; de charcos, adoquines y solares de tierra y jaramagos. Pero también recuerdo jugar a las bolas o a la lima en la tierra húmeda de los arriates de la Plaza de Santa Isabel, o al fútbol en la calle Vergara; de las rodillas siempre desolladas (malditos pantalones cortos), del olor de los impermeables de plástico azul plomizo que se vendían en la calle Cuna, de los zapatos Gorila de los Almacenes Lirola -con su pelota verde de regalo-, de las botas negras de goma para los días lluviosos, de los calcetines mojados a pesar de ellas y de comer los picatostes calentitos espolvoreados con azúcar y canela que hacía mi madre -los dos arrimados a la copa de cisco picón que se escondía bajo las faldas de la mesa camilla-; de las tardes haciendo los deberes mientras ella cosía escuchando la novela de la radio... En fin, aún con todo el frío y lo que llovía fuera, éramos felices o creíamos serlo, pese a las estrecheces; no sólo de estrecheces de calles como la de la foto, sino, sobre todo, económicas y sociales.

Hoy muchos temen una Semana Santa con poca gente en las calles, como nos muestra la foto elegida, y hacen todo lo posible por agrandarla, que no engrandecerla. Pero, a nosotros, niños de entonces, no nos importa porque ya la vivimos así en las décadas de los cincuenta y sesenta y setenta del siglo pasado; y la disfrutamos, por cierto. De ahí que, muchos, quizá los más viejos, no tengamos ningún miedo sino una resignada desazón justo por lo contrario, es decir, por la actual masificación y turistificación que sufre; por una Semana Santa concebida como parque temático, vendida al mejor postor y con graves pérdidas de lo que creo es su genuina significación religiosa, espiritual, identitaria y artística. Para los que nacimos en aquellos años, la Semana Santa es más una celebración personal e íntima que se vive en familia y rodeado de amigos y de gente, antes que un espectáculo mediático o de masas; sostenemos aún una visión provinciana, si lo quieren, pero, probablemente, más próxima a sus raíces y al sentido de la medida que toda celebración popular debe tener so pena de desnaturalizarse, mutar sin sentido y convertirse en algo incómodo e indeseable. La cantidad, en estos casos, suele ser enemiga de la calidad y de la excelencia. No hay más que ver en qué se ha convertido la TV para los que nacimos sin pantallas en nuestras casas.

Ahora se justifica cualquier salida procesional por su dimensión evangelizadora pero, sinceramente, parece cada vez más una excusa oportuna para alimentar el espectáculo o la propia vanidad (estrenos, bandas, flores, número de nazarenos...). Todo en demasía, incluso las lentejas, acaba hartando y perdiendo sabor. Oler demasiados perfumes seguidos acaba por anular el sentido del olfato. Antes que todo, cualquier salida cofrade debe ser más la afirmación del sentimiento de "hermandad", del sentido de pertenencia y ayuda mutua, de una comunión de hermanos y devotos, que un intento de convertir a los "gentiles" a una fe que, muchas veces, se agota en la propia cofradía, en el propio barrio, en la propia banda, en un consumo hueco de usar y tirar.

También es verdad que aquella Semana Santa tenía problemas, pero de otro tipo: oscurantismo, ignorancia, caciquismo, escasez de medios, mojigatería o hipocresía, entre otros. No todo pasado fue siempre mejor pero, algunos aspectos sí que lo eran, y sería afortunado poder recuperarlos. Aunque no tengamos mucha esperanza en ello, lamentablemente, porque vamos deprisa a no se sabe dónde.

Volviendo a la foto seleccionada, a finales de noviembre de 1967, haciendo honor a su advocación, la Soledad Servita iba casi sola bajo la fría y húmeda noche sevillana. Pero iba rodeada de sus hermanos, devotos y vecinos del barrio. Los faroles de la cruz de guía iluminaban tenuemente la estrecha calle a oscuras. El cortejo de la cofradía estaba compuesto, mayoritariamente, por los niños del barrio. La foto nos conmueve por su extrema sencillez y humildad; porque esos pocos "locos" que eran capaces de sacar un paso de gloria a finales de noviembre en un barrio de Sevilla, con la mayoría de los enseres prestados por otras hermandades y sin intención de movilizar a las masas ni de vanagloriarse de sus posesiones, guardaban como oro en paño el fuego esencial capaz de alumbrar, casi sesenta años después, a una hermandad señera del barrio de San Marcos, como es la hermandad de los Servitas. Esa es la llama, el fuego y el sentido que no debería perder jamás la Semana Santa de Sevilla, aunque desaparecieran la mitad de los espectadores actuales; porque cuando uno no sabe adónde va, ni con quién va, siempre acaba perdido sin remedio.



martes, 22 de julio de 2025

Cómo moverse por el blog. Guía de usuario.

 

 

Para aquellas personas interesadas en el presente blog les sugerimos las siguientes orientaciones para navegar a lo largo de sus casi 300 entradas:

 

1. Las entradas están organizadas cronológicamente abarcando desde el año 1967 hasta el año 1991, siguiendo siempre el orden de las carpetillas de negativos que fechó y numeró el fotógrafo aficionado.

 

2. A su vez, cada entrada está etiquetada con distintas temáticas (costaleros, Servitas, vida cotidiana, etc.) y, por lo tanto, se pueden ver agrupadas cliqueando en cada una de las etiquetas que aparecen en la banda derecha del blog.

 

3. También se han realizado entradas específicas seleccionando las mejores fotografías correspondientes a cada año, si bien, recomendamos ir a las entradas generales porque no siempre la selección realizada ha de coincidir con los gustos o intereses de cada usuario del blog. 

 

Finalmente, queremos agradecer a todos los visitantes del blog el interés que muestran por el conocimiento de unos tiempos y unos barrios de Sevilla que, a pesar de no haber transcurrido tantos años, suelen ser muy desconocidos para la mayoría. Además, del homenaje indirecto que le hacen al trabajo de un fotógrafo aficionado, Pío R. Lledó, que con tanto esfuerzo y voluntad dejó constancia de ello para las generaciones venideras.

                                    

                                                            El monaguillo



lunes, 30 de junio de 2025

Agradecimientos.

 

 

A mi mujer, Angustias Chía Trigos, sin cuyo impulso, ánimo y ayuda continuos hubiera sido imposible culminar esta obra tantos años postergada. Además, le pidió a los Reyes Magos que me echaran una digitalizadora de negativos, lo que facilitó enormemente la tarea.

 

Al extraordinario fotógrafo y amigo Jaime Rodríguez, por su asesoramiento y apoyo en algunos temas profesionales y que tuvo a bien la publicación, en el número 18 de la revista Nazarenos, de una foto de mi padre.

 

 

 

 

Y a mi padre, al que lamentablemente no supe reconocer en vida el extraordinario trabajo que realizó y su compromiso con el arte y la cultura popular, a pesar de las dificultades con las que tuvo que luchar desde que nació.

 

 

 

viernes, 27 de junio de 2025

Epílogo III. Pío Ramón Lledó Carpena.

 

La vida de toda persona se asemeja a un negativo claroscuro compuesto de luces y sombras. Pío R. Lledó no fue una excepción, pero sus luces redimen con creces a sus sombras. Huérfano de padre desde su nacimiento, allá por 1930, padeció una infancia y adolescencia de graves carencias materiales y afectivas causadas por lo estragos de la cruel guerra civil española y por la situación desesperada de una madre sola a cargo de tres niños, de los cuales, Pío era el más pequeño. Su padre, Genaro, valenciano, era maestro nacional por oposición destinado en Sevilla, y ella, Apolonia, era una joven murciana que enviudó antes de dar a luz.

A pesar de ello, siempre lo acompañó una gran afición por la pintura, la lectura, el teatro y, finalmente, por la fotografía. Aficiones que cultivó y mantuvo a lo largo de su vida, sobre todo la fotografía que, en aquellos años sesenta del siglo pasado, resultaba ser una afición muy costosa para una economía familiar apretada, por lo que se vio obligado a financiarla con esporádicos reportajes de bautizos, cumpleaños, comuniones o bodas.

Autodidacta alimentado por una curiosidad y voluntad inagotables aprendió los rudimentos de la mirada fotográfica y del revelado de negativos y su positivado. Nunca formó parte de círculos fotográficos, escuelas o tendencias de época. Fue un aficionado intuitivo y singular en todo lo que hizo y conformó una colección de miradas a su alrededor que lo hacen único y vivo.

Tenía alma de artista. Mi padre.

 

 





Mi padre con 39 años



¡Y ahí queó!

 

Epílogo II. Las dos fotos del final de una vida. Primavera, 1991.

 

En el extenso archivo de negativos fotográficos de Pío R. Lledó, que comprende desde el año 1967 hasta principios de 1991 -más de 4.000, de los cuales unos 3.000 se han seleccionado para las casi 300 entradas que componen este blog-, dos fotos señalan el final de una afición, el final del fotógrafo aficionado, el final de una vida. 

La primera, la de su queridísima Virgen de las Aguas de la Hermandad del Museo. Su primera hermandad, su primera devoción, en cuyo paso llegó a salir de maniguetero para cambiar ese codiciado puesto por el de "pavero" -nazareno que va al cuidado de los pequeños monaguillos (pavos) que acompañan a la Virgen delante del paso- con el fin de estar con su hijo. Sin duda, uno de los más bonitos actos de amor y generosidad que tuvo a lo largo de su vida. Lo que motivó que ese pequeño monaguillo heredara su devoción por la Semana Santa de Sevilla en general, y por la Virgen de las Aguas y el Cristo de la Expiración, en particular.

 

 


 

La segunda, la Piedad Servita, la de Nuestra Señora de los Dolores y el Cristo de la Providencia, la foto de los titulares de la hermandad de su barrio de San Marcos, su otra devoción cofrade. Una hermandad, la de los Servitas, a la que acompañó desde su inicios hasta el fin de su vida, ya lejos del barrio, y de la que documentó, como hemos ido mostrando a lo largo de este blog, los primeros años de su existencia como cofradía. 

Pero, en este caso, la Piedad Servita simboliza, para el fotógrafo aficionado, el amor no sólo por su hermandad sino, también, el amor por su barrio, por sus vecinos, por sus amigos, por sus fiestas, por sus bares y tabernas, por la vida cotidiana que impregna y vivifica toda su producción fotográfica: la Sevilla de Pío Lledó, la de los barrios populares del centro histórico -San Marcos, San Julián, Santa Catalina, Santa Marina, San Gil...- la Sevilla de los años sesenta y setenta, una memoria gráfica que va de lo particular a lo general, de lo pequeño y humilde a lo más grande y eterno, una vida que queda así fijada y transmitida a las generaciones futuras por un simple fotógrafo aficionado, para que nunca la/o olvidemos.

Otro gran acto de amor y generosidad del que, seguramente, el fotógrafo aficionado nunca fue plenamente consciente a lo largo de su vida.