Empezamos una nueva sección mensual dedicada a realizar comentarios de algunas fotos del fotógrafo aficionado con el fin de facilitar una mirada más reposada del pasado. Una mirada hacia atrás, sí, pero no con la intención de evocar nostalgia sino, justo al contrario, para hilar reflexiones sobre el presente y el futuro. Para mirar hacia delante.
Comenzamos con una foto correspondiente al año 1967.
Sevilla. Noviembre de 1967. Cruz de Guía de la procesión de gloria de la Virgen de la Soledad de la Hermandad de los Servitas adentrándose por la calle Enladrillada del barrio de San Román.
En aquel invierno de 1967 aún gobernaba Franco en España. Era oscuro invierno en todo el país. Por entonces, las calles del centro histórico de Sevilla aún no gozaban de buena iluminación. Quizás, por eso, mis recuerdos infantiles de aquellos inviernos suelen estar teñidos de oscuridad, humedad y frio; de charcos, adoquines y solares de tierra y jaramagos. Pero también recuerdo jugar a las bolas o a la lima en la tierra húmeda de los arriates de la Plaza de Santa Isabel, o al fútbol en la calle Vergara; de las rodillas siempre desolladas (malditos pantalones cortos), del olor de los impermeables de plástico azul plomizo que se vendían en la calle Cuna, de los zapatos Gorila de los Almacenes Lirola -con su pelota verde de regalo-, de las botas negras de goma para los días lluviosos, de los calcetines mojados a pesar de ellas y de comer los picatostes calentitos espolvoreados con azúcar y canela que hacía mi madre -los dos arrimados a la copa de cisco picón que se escondía bajo las faldas de la mesa camilla-; de las tardes haciendo los deberes mientras ella cosía escuchando la novela de la radio... En fin, aún con todo el frío y lo que llovía fuera, éramos felices o creíamos serlo, pese a las estrecheces; no sólo de estrecheces de calles como la de la foto, sino, sobre todo, económicas y sociales.
Hoy muchos temen una Semana Santa con poca gente en las calles, como nos muestra la foto elegida, y hacen todo lo posible por agrandarla, que no engrandecerla. Pero, a nosotros, niños de entonces, no nos importa porque ya la vivimos así en las décadas de los cincuenta y sesenta y setenta del siglo pasado; y la disfrutamos, por cierto. De ahí que, muchos, quizá los más viejos, no tengamos ningún miedo sino una resignada desazón justo por lo contrario, es decir, por la actual masificación y turistificación que sufre; por una Semana Santa concebida como parque temático, vendida al mejor postor y con graves pérdidas de lo que creo es su genuina significación religiosa, espiritual, identitaria y artística. Para los que nacimos en aquellos años, la Semana Santa es más una celebración personal e íntima que se vive en familia y rodeado de amigos y de gente, antes que un espectáculo mediático o de masas; sostenemos aún una visión provinciana, si lo quieren, pero, probablemente, más próxima a sus raíces y al sentido de la medida que toda celebración popular debe tener so pena de desnaturalizarse, mutar sin sentido y convertirse en algo incómodo e indeseable. La cantidad, en estos casos, suele ser enemiga de la calidad y de la excelencia. No hay más que ver en qué se ha convertido la TV para los que nacimos sin pantallas en nuestras casas.
Ahora se justifica cualquier salida procesional por su dimensión evangelizadora pero, sinceramente, parece cada vez más una excusa oportuna para alimentar el espectáculo o la propia vanidad (estrenos, bandas, flores, número de nazarenos...). Todo en demasía, incluso las lentejas, acaba hartando y perdiendo sabor. Oler demasiados perfumes seguidos acaba por anular el sentido del olfato. Antes que todo, cualquier salida cofrade debe ser más la afirmación del sentimiento de "hermandad", del sentido de pertenencia y ayuda mutua, de una comunión de hermanos y devotos, que un intento de convertir a los "gentiles" a una fe que, muchas veces, se agota en la propia cofradía, en el propio barrio, en la propia banda, en un consumo hueco de usar y tirar.
También es verdad que aquella Semana Santa tenía problemas, pero de otro tipo: oscurantismo, ignorancia, caciquismo, escasez de medios, mojigatería o hipocresía, entre otros. No todo pasado fue siempre mejor pero, algunos aspectos sí que lo eran, y sería afortunado poder recuperarlos. Aunque no tengamos mucha esperanza en ello, lamentablemente, porque vamos deprisa a no se sabe dónde.
Volviendo a la foto seleccionada, a finales de noviembre de 1967, haciendo honor a su advocación, la Soledad Servita iba casi sola bajo la fría y húmeda noche sevillana. Pero iba rodeada de sus hermanos, devotos y vecinos del barrio. Los faroles de la cruz de guía iluminaban tenuemente la estrecha calle a oscuras. El cortejo de la cofradía estaba compuesto, mayoritariamente, por los niños del barrio. La foto nos conmueve por su extrema sencillez y humildad; porque esos pocos "locos" que eran capaces de sacar un paso de gloria a finales de noviembre en un barrio de Sevilla, con la mayoría de los enseres prestados por otras hermandades y sin intención de movilizar a las masas ni de vanagloriarse de sus posesiones, guardaban como oro en paño el fuego esencial capaz de alumbrar, casi sesenta años después, a una hermandad señera del barrio de San Marcos, como es la hermandad de los Servitas. Esa es la llama, el fuego y el sentido que no debería perder jamás la Semana Santa de Sevilla, aunque desaparecieran la mitad de los espectadores actuales; porque cuando uno no sabe adónde va, ni con quién va, siempre acaba perdido sin remedio.