Para este mes de diciembre vamos a elegir dos fotos, una por quincena. Esta primera, tomada por el fotógrafo aficionado en el verano del año 1974, está dedicada a una adolescente que vendía frutos secos y otras "chucherías" en la puerta de la taberna Casa Tomás que glosamos en la entrada del mes pasado. La melancolía y la ternura que desprende su mirada no puede hacernos olvidar lo dura que fue la vida para muchos niños y niñas en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado -sobre todo de los barrios populares del centro de Sevilla- que no tuvieron más remedio que dedicarse a realizar oficios tempranos y mal pagados que truncaban su formación y mermaban sus posibilidades vitales futuras porque había que llevar algo de dinero a sus familias necesitadas.
¡Qué lejos esta infancia de la actual! Afortunadamente hemos avanzado con respecto a la realidad que nos muestra la foto. Pero, quizás no lo sea tanto si ampliamos el foco y miramos con más detenimiento la realidad de los barrios periféricos de una Sevilla que tiene el dudoso honor de tener los más pobres y marginales de toda Andalucía y de España.
Porque desde los años sesenta del siglo pasado se ha forzado en Sevilla una "migración" de ciudadanos desde los barrios más pobres del centro histórico hacia los más alejados, a la búsqueda de mejores condiciones de vida. Así, muchas familias pasaron de vivir en corrales, refugios o infraviviendas a vivir en colmenas de pisos construidas en la afueras. Y la guinda a este fenómeno poligonero y centrífugo la está poniendo hoy la turistificación y gentrificación que sufrimos de manera acelerada. Unos pocos hacen el negocio y otros muchos pagan el pato de ser expulsados de su propia ciudad.
Digamos, pues, que el problema social no se ha resuelto sino que se ha desplazado; pero esa mirada de la joven vendedora -y las vidas truncadas de tantos jóvenes como ella- siguen persiguiéndonos hoy si paseamos por barrios como los Pajaritos, la Candelaria, el Polígono Sur, el Polígono Norte o el Polígono de San Pablo, entre otros. Algunos de ellos, por cierto, convertidos en inaceptables guetos gracias a la dejación de responsabilidad de todas las administraciones públicas desde hace más de cincuenta años. Lo que ocurre es que ya no lo vemos de tan cerca como lo tenemos. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Ahora bien, si tuviéramos que elegir entre una situación vital u otra, ambas muy malas, sin duda nos quedaríamos con aquella de la chica vendedora del barrio de San Marcos: al menos, ella vivía en la casa del centro histórico donde nació, no había sido aún desplazada hacia una barriada lejana y desintegrada de la ciudad y aún mantenía vivos los vínculos que la unían a su barrio, a sus calles, a su historia y a su grupo familiar de pertenencia. Lo que ocurre ahora en pleno siglo XXI no tiene un pase se mire por donde se mire.
Quizás, si nadie lo remedia, pronto le demos un nuevo sentido al verso de Antonio Machado cuando en boca del apócrifo poeta Abel Infanzón decía: ¡Oh, maravilla, /Sevilla sin sevillanos, /la gran Sevilla! /Dadme una Sevilla vieja /donde se dormía el tiempo /en palacios con jardines /bajo un azul de convento...
Pues lo estamos consiguiendo, y no desde un punto de vista soñado o nostálgico sino de manera literal: una Sevilla sin sevillanos -como ya existe una Venecia sin venecianos- pero, eso sí, okupada por una masa cretinizada de turistas errabundos cuyo único fin es el de llenar los bolsillos de unos pocos a costa de vaciar, envilecer y desnaturalizar el centro de la ciudad convertido en falso parque temático. Y, mientras, los sevillanos viviendo en las periferias. Su ciudad se les está robando desde hace décadas. Y su pasado y su futuro. Una versión opuesta, zafia y rastrera del sentido profundo que nos legó el insigne poeta sevillano. Eso sí que es una pena.
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