Seleccionamos para este mes de noviembre una foto a la que le tenemos mucho cariño. A principios del año 1972, Tomás Álamo regentaba una taberna popular -Casa Tomás- que se encontraba en la calle Vergara, justo detrás de la magnífica torre de la iglesia de San Marcos. Resulta llamativo que, alrededor de la plaza del mismo nombre, se ubicaran, por entonces, tres tabernas y dos bares en una época y un barrio con tantas carencias: el bar La Alegría de San Marcos que hacía esquina con la calle Socorro, la taberna El Disloque en la esquina con Bustos Tavera, el bar Baldogar haciendo esquina con la calle Castellar, y las tabernas de Casa Tomás y Casa Luis en la calle Vergara. De este modo, la semicircunferencia que dibuja la plaza alrededor de la iglesia se encontraba pespunteada de bares y tabernas a modo de guardianas de los accesos a la misma.
La foto, a la que volveremos más adelante, nos va a servir de motivo para hacer una disgresión respecto de los bares y tabernas de aquella Sevilla de hace cincuenta años. En las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, bares y tabernas se diferenciaban tanto en aspectos sociológicos como propiamente hosteleros. Las tabernas, por ejemplo, no servían tapas; como mucho ponían platitos de altramuces (chochitos en el argot popular) o de cacahuetes (jamón de mono para el idem); sólo en ocasiones contaban con algo de chacina o queso y poco más. En las tabernas sevillanas no se comía, se bebía: vino del Aljarafe, tinto de Valdepeñas, cerveza Cruzcampo y, cuando se terciaba, cuando hacía frío o venían torcidas, coñac, ginebra o anís a palo seco. Nada de cubatas ni combinados como los de hoy. La Fanta de naranja o la Mirinda de limón se reservaba para los niños que, a veces, entraban con sus papás, para que los dejaran tranquilos.
En los bares, por el contrario, se apreciaba el listado de tapas que acompañaba, bajo pago de su importe, a la caña o tanque de cerveza o al vaso de vino tinto -en Sevilla la tapa nunca se ha regalado con la consumición como en otras localidades andaluzas-: la ensaladilla, los pescaos fritos, la carne con tomate, el pavía de merluza o de bacalao, el menudo, las espinacas con garbanzos o los huevos con mayonesa hacían las delicias de los clientes. En los bares la bebida era un mero acompañante de las tapas y de la conversación.
Sociológicamente, por tanto, eran establecimientos bien diferentes. Las tabernas eran más baratas y, por tanto, más accesibles a estómagos y bolsillos escuálidos, lo que acercaba a pobladores menos aseados y menos virtuosos. De aquella estirpe de tabernas de barrio ya quedan pocas en Sevilla, por desgracia. El Tremendo de Santa Catalina, El Vizcaíno de la Plaza de los Carros o el Bar Jota de la Calzá son algunos ejemplos que, hasta hace poco años, hacían honor a su historia tirando cerveza y vino a espuertas sin más acompañamiento que chochitos o jamón de mono. Hoy se han desvirtuado en gran medida gracias al turismo y al cliente facilón.
La taberna era un establecimiento para bebedores con escasos medios. Es verdad que, en aquellos años, se veían más borrachos por la calle que ahora, -muchos ahora lo son en sus propias casas- y las tabernas, por lógica mercantil, concentraban al mayor número de ellos. Por eso tenían peor reputación en el barrio que los bares, y por eso las mujeres no solían frecuentarlas salvo en fiestas de guardar y acompañadas siempre del marido. Eran, de facto, territorio masculino. No obstante, la mayoría de sus parroquianos sabía beber y guardar las sevillanas maneras del decoro. Al menos, en aquellos tiempos de penurias, donde la lucidez estaba en horas bajas, las tabernas ofrecían un refugio donde acogarse a sagrado y desahogarse por unas horas.
Volvamos a la foto. En la seleccionada de más arriba, vemos al dueño de Casa Tomás, Tomás Álamo, trasteando en la reliquia de la caja registradora del negocio. Como se puede observar, la decoración de la taberna era "minimalista", nada que ver con la de las falsas tabernas recreadas hoy para el turismo bobalicón y termita. Una barra, varias estanterías medio torcidas, una radio agonizante y el género a la vista bastaban para dar funcionalidad al establecimiento. Un popular azulejo solitario en la pared afirmaba, contra la doctrina de la Santa Madre Iglesia, que "los enemigos del hombre son tres: suegra, cuñada y mujer", en vez de "el mundo, el demonio y la carne" que, por supuesto, en estos lugares infames gozaban de fama y paso franco, territorio dionisíaco donde reinaba la marginalidad y la libertad de pensamiento.
La limpieza, eso sí, era cortita con sifón, y más si se miraba a las paredes o al suelo, espolvoreado de serrín para barrer después con facilidad las cáscaras, los gargajos y las sobras a los pies. Para los tiempos actuales, digamos que las tabernas eran políticamente incorrectas, territorio libre de servidumbres ideológicas o religiosas, bordeando siempre los límites del decoro y las zonas ambiguas de la sociedad. Pero la espiritualidad que ofrecían, las conversaciones que animaban y la bebida que servían -buen vino, buena cerveza y licores-, bastaban para hacer de ellas -como diría hoy un pedante- un hermoso "espacio de encuentro y solaz" para pasar un buen rato y, si era el caso, poder olvidar la mala vida, las frustraciones diarias, la miseria económica y las fatiguitas que se pasaban por entonces. ¡Qué más se podía pedir a cambio de tan poco!
Quizás fuera este el milagro que las hizo mantenerse durante tanto tiempo. Ahora bien, lo único que estaba prohibido era el cante, (el cante flamenco, claro) como advertía un cartel en la mayoría de ellas, lo que a los niños de entonces nos parecía una prohibición desconcertante.
Muchos añoramos aún, y las seguimos buscando, aquellas tabernas sevillanas sin pretensiones pero tan acogedoras como tu propia casa.