Vivíamos en un piso muy pequeño del barrio de San Marcos. Tan pequeño que yo dormía en una cama plegable que se abría en el salón cuando la carta de ajuste aparecía poniendo fin a la emisión diaria de TVE.
Las mañanas del fin de semana o en vacaciones de navidad aprovechaba para hacer los deberes del cole en la cama, antes de que mi madre arreglara la casa, costumbre que mantuve incluso ya de mayor; lo de trabajar en la cama, se entiende. La máquina de coser Singer, que aparece a la derecha, estaba presente en muchos hogares de aquellos años.
Después, se trasladaba un poco la mesa y el salón volvía a hacer sus funciones de comedor y sala de estar. En aquellos años, los aparadores con espejos y las vajillas de duralex eran habituales en la casas de los barrios populares de Sevilla.
El aparato de televisión ocupaba un lugar central en la familia que podía adquirirla a base de firmar letras y letras que tardaban años en pagarse. Las muñecas, los velones y los ramos de flores de plástico decoraban salones, junto a los pocos muebles buenos que se habían heredado.
Cuando venían visitas, como no cabía ni un sofá, se tenían que sentar en sillas a la vera de la mesa camilla.
A pesar de las estrecheces, siempre había espacio para montar el portal de Belén y el árbol de Navidad. Eso sí, el único sitio disponible era el aparador de la casa.
Curiosa foto realizada en la calle.
Un autorretrato mi padre en el rinconcito del salón. La mesa camilla tiene calefacción a base de cisco picón. Al fondo la puerta de la cocina tras la que se observa aún la mampostería de los antiguos fogones de carbón o leña. Las casas, cuanto más pequeñas más espejos tenían. Así podían agrandar, aunque solo fuera visualmente, el poco espacio de que disponían.